OJOS DEL AGUA (Dísticos de la Bahía)
Juan Ruiz de Torres
Col. La pérgola amarilla
(edic. n/v)
Casa del Tiempo
Madrid, 2005


Cuando un libro es inclasificable, no vale darle vueltas. Sencillamente: no se le clasifica y en paz. De esos es “Ojos de agua”, una colección de dísticos, es decir, de mínimos poemas resueltos en dos versos blancos, no pareados con rima alguna. Para desesperación de críticos y profesores metidos a críticos, no hay casilla donde clasificarlo, no hay adjudicación de escuela Fumío Haruyama en el mínimo prólogo barre para su casa del Sol naciente y declara esta estructura heredera del haiku: Se equivoca. Nada tienen que ver estas composiciones entre sí, salvo en su cortedad y su ambición de síntesis. Tan sólo se asemejan cuando el autor decide aportar en algunos dísticos ese hermetismo contemplativo que los haijin ejercen impenitentemente y que a veces se nos alejan de los criterios occidentales, menos pasmados ante la relación naturaleza y hombre que los orientales.

Sí hay en este pequeño libro una decidida voluntad de estilo, de sentar bases para que sobre ellas puedan alzarse otros edificios poéticos similares. Esta voluntad didáctica es una característica de Juan Ruiz de Torres, siempre a la búsqueda de la esencia poética, que, tal vez, de no aplicar a cualquiera la dura exigencia que se autoaplica hallaría más numerosos epígonos.

Esta variopinta colección de ciento catorce dísticos —por una vez Ruiz de Torres rompe su costumbre de acumular múltiplos de trece— da mucho de sí. Anoto también que, en esta ocasión, no sigue el autor su desaforada lucha contra los adjetivos. Escribir sin relación al trece, poner más adjetivos de los que acostumbra y condensar de tal manera, son más cambios en un sólo libro de los que podían esperarse de este autor madrileño. Habrá que estar atento a futuros experimentos.

Más metidos en harina, hay que reconocer, que cuando la mente se sitúa en una tesitura concreta, no paran de producirse sensaciones, referencias, ideas o emociones que se formulan en dicha disposición anímica y se ajustan al formato previsto. Así pues, en esta clave del disparo poético en corto, consigue a veces el autor niveles profundamente poéticos junto a otros que añaden más bien sorpresa, inquietud, sorpresa o desconcierto. Sea dicho lo anterior desde la humildad de quien no sabe, a estas alturas, qué diablos es eso de poético o no poético. A quien tenga algo más que un atisbo razonable o una de esas seguridades melifluas que tanto abundan, le ruego que me lo haga saber.
Nos aparecen en este libro dísticos de sugerente alcance metafórico e imaginativo: “Roba el vencejo / la calma de la espera”, “La llama de los cirios / destiñe lentamente a los difuntos.”, “Cuando enmudeces, olvidan los olivos la plata de sus hojas.”, La fe sin nudos / enmohece las uñas.”, “Si el color es sagrado, / ¿para qué la vergüenza?” y así otros muchos.

Algunos se distinguen por enigmáticos e inquietantes: “Detrás de los espejos / duerme el furor de Alicia.”, “Ya no es hora / de acudir a la antorcha.”, “Lentamente, murmuro / los juramentos falsos necesarios.” Incluso algunos, in media res por todos lados, producen cierto escalofrío: “Con su traje de fiesta, ha llegado la niña desdeñada.”

Los hay realmente magníficos —no se me pregunte por qué— tales como: “Cuando partió la niña, quedó muda / la tecla más oscura del pïano.” “Ha caído la luna. / Ni siquiera el poeta se ha quejado.”, “Trata en vano / el cielo de enmendar su culpa.”, “Hoy concluye la Historia, dijo y pagó su cuenta.” “Cada vez que te ausentas / siento el escalofrío del futuro.” o “Como el cansancio, / gime la incertidumbre.” Y algunos que destacan sin paliativos: “Arriba, más arriba, / y que el cielo nos juzgue.”.

En el conjunto alternan culturalismos amenos, “El recuerdo de Mowgli no se esconde / bajo los templos muertos.”, con toques de ecología doméstica, “Salvemos el pequeño entorno / y que la miel no sepa amarga.” ; emociones personales, “Voy dejando mis lágrimas / en las puertas antiguas.” con conclusiones ambiguas y desconcertantes, “Al funeral de la palabra / asistieron las masas, pero no los poetas.”

Es reconfortante ver, a veces, la sutileza del ingenio, “Los dedos de la mano / son cinco, apenas cinco.” junto a cierta antigua ingenuidad, “Hazme un hijo, pediste. / ¡Si ni siquiera puedo hacerte honesta!”; algún planteamiento ilusorio, “Todo es dulzor, concordia, después de los alfanjes” frente a ráfagas de fuerte intención , “Que no escriban poemas, / que no ladren los perros.”
Sorprenden muchos brillantísimos como el que define algo que le faltó al mismísimo Dante: “Hay un infierno helado / para las gentes que al humor se esconden.”, o aquel que es casi una controversia con la evangélica luz bajo el celemín: “¿Tanta luz derramada / y no tener un cuenco en que esconderla!”

Vecinos de la soleá y colegas del haiku, primos hermanos de la greguería, amigos, más a la fuerza que por gusto, de los aerolitos de Carlos Edmundo de Ory, estos dísticos tienen el sabor de la inmediatez pero todas las proteínas del pensamiento elaborado y la experiencia larga.
Podríamos seguir sacando punta a las diversas impresiones recibidas, evidenciando las sugerencias múltiples, los arrebatos de complicidad o los puntos de desacuerdo, que también los hay, pero no acabaríamos. Más vale que el lector, de un golpe al principio, y luego lentamente, recorra estas pocas páginas y busque detrás de la imaginación y la idea de Juan Ruiz de Torres, su propia imaginación y sus personales ideas, que eso es leer poesía —de la buena, digo— y poca cosa más.

Enrique Gracia Trinidad
(Madrid, 1 de enero de 2006)