A manera
de prologo (por José Pulido)
La poesía es tierra de gracia
Todo poema, desde
la primera hasta la última palabra, contiene una tormenta y
un refugio. Todo poema es el retrato del espíritu que lo escribió.
¿Para qué definir a un poeta que estremece, conmueve,
acongoja, melancoliza, asombra y vuelve a hacerlo cada vez que escribe?
Sólo es sensato defenderlo si lo encarcelan, leerlo si lo publican,
acompañarlo si está solito y quererlo como si fuera
el hermano hermanazo que anda extraviado en la lejanía.
Definir a un poeta
es tan difícil como agarrar con una mano, en el aire o en el
agua, a un pez volador. Y no es que le esté sacando el cuerpo
a las dificultades. Lo que ocurre es que la poesía de Enrique
Gracia Trinidad tiene un valor intrínseco, es como un aguacero
o una fruta. Chisporrotea, crepita, endulza, acuña amarguras
y dulzuras, después que ha logrado fluir desde ese hombre,
que viene a ser como la fuente donde nace el agua.
Enrique Gracia
Trinidad invoca la vida en todos sus niveles y la muerte en cualquiera
de sus instancias. Leyéndolo se recorre en un segundo la vida
de cualquiera, la muerte en común; el presente estalla como
un geiser, el pasado le rasca la espalda al más pintado y el
futuro se avizora de manera instantánea como lo que es: la
melancolía de lo imposible.
El primer sentimiento
que inspira, a quienes tenemos la palabra como norte, es el de la
envidia, porque en una sola línea suya se refleja este tiempo,
hablan todas las voces, aparecen el ser desconocido, la familia, los
recuerdos, el pájaro, la mesa, la ilusión, los resultados
de vivir con el corazón vuelto camisa.
Las calles de
cualquier parte, las esquinas del mundo, los sueños míos
y los del esquimal, están registrados en su poesía,
como si él solo fuera la entrada a la biblioteca de Alejandría,
a la biblioteca infinita de Borges, a la biblioteca dispersa entre
nosotros. Todos los libros son su aroma.
También
es la vida que vivimos. Enrique Gracia Trinidad es un hábitat,
por donde quiera que se le mire. Es un universo, que sorprendentemente
ha brotado en España y tiene significado en Venezuela, en Venus,
en Islandia, en cualquier parte donde haya mediodía. Conocer
una palabra suya es ver la rama de un árbol inmenso. Tiene
flores y espinas, arenales y bosques, fauces y nidos tenues. Caudales
desatados y ojos de ciervo castaños de escopeta.
No es exageración:
su poesía interpreta la realidad y la ficción del hombre
más inteligente y del ser más oscurecido. Es la abuela
esgrimiendo sus dulces inimitables y edípicos, el recuerdo
infantil, la inquietud adolescente, la reverberación juvenil,
la madurez desesperada, la vejez enamorada de lo que se ha esfumado.
Esa poesía
lo tiene todo. Si fuera una vacuna nos salvaría de la desesperación
desesperándonos. Si fuera una música nos rompería
los tímpanos tiernamente. Si fuera una oración, llegaríamos
a conversar con lo sublime y obtendríamos respuestas universales,
en el centro de una plaza municipal. Si fuera un alimento estaríamos
amándonos.
Deberían
leerlo en las cárceles, los hospitales, los orfanatos, los
cuarteles; en las universidades, en los manicomios, en los congresos
y en todas las misas. El mundo cambiaría: ese poeta es un mercado
de sueños, un soplo huracanado, un perfume en la piel de Jesucristo,
es nardo y gasolina, azahar y verbo desangrado, corazón y zapato,
velorio y carnaval.
Yo quiero a ese
poeta. Yo entrego mi pobreza, mi riqueza y mi rostro, para que siga
existiendo ese poeta. Yo quisiera haber nacido en la casa de al lado,
de donde nació y creció ese alquimista de la fe. Ni
siquiera hace falta que lean su curriculum: miren mi alma estremecida.
Yo que pensaba y soñaba que escribía. Ese es un monstruo
de amor y desparpajo. Ese es un ángel con amnesia.
Enrique Gracia Trinidad es un asunto interminable.
José Pulido
Caracas, 2006